Amor y tango en púrpura y azul
(Narraciones
viscerales), de Tomás Barna (*)
………..
La búsqueda del espíritu, entre púrpura y azul
-Análisis crítico, por
Alejandro Nicolás García (*)-
“En cada instante que vivimos, y en cada
objeto, late el corazón de la eternidad”.
……….
La
mirada de Thamar me (nos) interpela. Custodia el silencio desde la portada,
núcleo “de ese misterio” estacionario
palpitante, agitándose antes de dar lectura a las narraciones de Amor y tango…, entre púrpura y azul.
¿Cómo serán
pasión y música tras el secreto de sus
ojos? Imagino sanguíneas, penetrantes, voluptuosas, no pecaminosas
–aunque diese en blanco etimológico,
lejos del error-, feroces y, aun considerando la pobreza poética
del término, ´arterovenosas´: intenso
violáceo ´yendoviniendo´; llevando pasión, trayendo sutil melancolía de aroma a cadencia
final. Alimentación y dato, mera información o pura vida, materia, espíritu llegando
a (siendo) lo recóndito (jamás) imaginado.
Tal vez
existan pocas imágenes más orgánicas a la par que espirituales; Dios, lo que quiera sea Aquello para cada Uno de
nosotros, se hace presente hasta el último resquicio de su universo, entraña de la tierra hundiéndose en el barro,
justificando el loto –macro y microcosmos
de los hermetistas-, o como decía Thich
Nhat Hanh: honrando el
proceso. En todo caso el autor, su
nervio poético, no piensa algo
superior: lo siente. Y asimismo pone ´patas arriba´ lo terreno, intentando
razonarlo. No es exactamente delicado, Tomás. ¿Podría ser otra cosa que visceral?
Dicen que en los ojos brilla la luz de la
verdad. Continúo absorto la contemplación mientras Barna -también Dios,
claro-, tira el centro y lo va a cabecear:
se proyecta y lee a sí mismo, emprende
el propio recorrido vital furioso, en
ejercicio introspectivo honesto brutal bramando por una respuesta a tanta
pasión, entendida todo el tiempo sin demasiado sentido si no fuera porque desde
el mismo inicio del relato -con la pluma
entre los dientes y una flor en el
ojal- nos aclara de que va todo este asunto:
Poesía -con mayúscula-, savia –sangre- de la libertad, paleta de
pintor atreviéndose a mostrarle al mundo lo que lleva dentro, incluso la más
honda oscuridad. Amor, también con
mayúscula, ese que da todo sin esperar
nada, Amor de corazón en la mano,
verdadero regresando en forma de ondas a ofrecer su vacío pleno de significado,
regalo con el que se encuentra quien comienza a cuestionar(se) la (propia)
existencia, sin dejar nunca de apreciarla.
¿Dónde
ubicar entonces su obra? ¿Cuál de nuestro
vasto y por momentos patético anaquel de etiquetas literarias podría identificar
a Tomás? Quizá termine por adherir, mercurial, al prólogo de Graciela Bucci, rendido ante la potencia
incontenible de la expresión sensible Barniana,
y lo acepte como Caballero del Amor -él
mismo lo hace-. Así, lo ubicaría fácilmente -codo a codo- con Charles Baudelaire, perfumando de aroma a
poeta maldito sus páginas, si no
fuese porque a ratos merodea el
simbolismo y en otros deja ver un perfil moderno/vanguardista, siempre incorregiblemente romántico. Sin
embargo, lejos de lo etéreo –término
que ´obsequia´ a sus mujeres- y rasgando lo endemoniado, la fragancia de Barna se
parece más a la que perfumara los versos de Francisco
Luis Bernárdez, quien dice en Si para
recobrar lo recobrado:
Si para recobrar lo recobrado
debí perder primero lo perdido,
si para conseguir lo conseguido
tuve que soportar lo soportado,
si para estar ahora enamorado
fue menester haber estado herido,
tengo por bien sufrido lo sufrido,
tengo por bien llorado lo llorado.
Porque después de todo he comprobado
que no se goza bien de lo gozado
sino después de haberlo padecido.
Porque después de todo he comprendido
que lo que el árbol tiene de florido
vive de lo que tiene sepultado.
¡Y vaya si están desnudas las raíces de este Amor y tango, alfa y omega, abono sosteniendo la flor y el fruto barnianos!
Insisto: ¿tendrá
sentido buscarle etiqueta al amor; perdón, al autor? Porque como mencionaba
–y este es un libro, ante todo, sentido-,
sería fácil encasillarlo por lo extenso –en ancho y largo- de sus pergaminos, lo
ecléctico del discurso y su -por momentos
frenética- prosa poética. El exquisito uso de la retórica y las profusas sinestesias,
su intertextualidad o la estructuración de algunos personajes –llegando a tener
rasgos de figuras mitológicas, legendarias-, es cierto, lo hacen técnicamente apreciable.
Sin
embargo Barna es mucho más que (todo) eso. O mucho más simple. Su Alma-fuerte
rueda vengadora vociferando vivencias, nostalgia, olores que habitan en él,
ni más ni menos que letra y música, sonido e imágenes nacidas en hueso como
célula progenitora de sello porteño
–pese al ADN húngaro y el pasado cordobés-.
Y entregado a la danza de la vida –Shiva dixit-, pareciera que culmina sin
encontrar en este cumulo de relatos (catarata de sentimientos) que van desde
los -¡y vaya paradoja!- Pensamientos
liminares hasta Una noche disarliana
en Villa Allende, una sola respuesta razonada, pese a que las merodea todo
el tiempo desde que decidiera el título: ellos –amor y tango, púrpura y azul- son
la solución al enigma que lo atormenta. El sentimiento amoroso fluye cuando hacemos
carne aquello de que todo está dentro.
Tomás, de este modo y posiblemente sin saberlo, cumpliría en vida el deseo de ser director de orquesta: la vivencia es
obra, sus sentidos los admirados músicos, y la conciencia, él mismo, en el
mejor de los casos su director. Así, a
sala llena degustamos sus cuentos, narraciones -debería decir relatos- porque la obra transpira él, confeso
transmisor de historias de las que
nunca parece ausentarse, tomar distancia. Aquí el yo poético es el yo, y a otra cosa.
Traspuesto
el umbral de ingreso al alma, el Introito
–¡música, maestro!- deja ver la disyuntiva, no del todo resuelta, que agita: la
vocación del rojo es el azul y viceversa. No son mutuamente excluyentes.
Resulta esta dicotomía la madre gestante del
“punto G de la existencia”, el presente continuo. Ahí parece extraviarse
Tomás; asegura –tal vez exista un placer oculto por la nostalgia- eso de que “cuando escribo estoy solo”. Me permito
disentir: nunca estamos verdaderamente solos. Y debemos aceptar la paradoja, todo
el tiempo lo estamos. El ´crossroad´
-cruce de camino- debe resolverse; está en cada uno responder(se-lo). Nuestro
escritor exhibe una mirada unidireccional
del amor cuando dice que “no se
piensa”. ¿A qué amor refiere? Porque el amor, ante todo, parece ser lo que
Es, ¿o no? ¿Podríamos robar al amor una lograda hipótesis einsteniana o el instante
eureka en que captamos –mentalmente- la unidad del cosmos? No lo creo, ni
creo que Tomás lo crea tampoco.
“Lejanía que se esfuma justo en el instante
que quiero atraparla”,
reconoce Barna, acercándome la imagen de aquellas danzas donde la pareja se
acerca, erótica, para luego alejarse, abrupta. Si, algo así como la música de las esferas pitagórica. “Los años me llevaron a descubrir ese mundo
de sonidos ásperos, aparentemente discordantes pero ricos en tonalidades y
matices, que nos insertan en el corazón del misterio de nuestro propio ser”. Entonces
regresa otra vez, púrpura transformándose en azul, base del misterio develado justo
cuando dejamos de buscarlo. Él mismo admite desconocer al respecto, cuando dice
“jamás podré entregarme a un proceso de
introversión debido a que no me resulta posible prescindir de los sentidos” y,
acto seguido, vislumbra que a través de ellos realiza aquella imposibilidad. ¡De
hecho, Introito no es otra cosa: autoinspección rebosante de vitalidad! ¡El
mismo Jung la hubiese envidiado!
“¿Será posible que me esté terminando de
conocer?”, se pregunta el autor. ¿Será?, le devuelvo. Estoy seguro que
ambos reiríamos luego de un instante de silencio. Porque la respuesta se asoma
cuando, acto seguido, busca amparo de “la
estupidez humana y la mediocridad”. ¿No son ellas parte del amor? ¿Hay
algún error en el proceso? Sin barro…estimo,
se trata de una cuestión de niveles.
Ahora Barna
regresa a la imagen del mar mojándole los tobillos. Vuelvo también antes de
seguir la imagen de la sangre que va y viene restituida de vida por el aire, curándonos la miseria. Y hablando
de aire, vientre de la música, ¿no es la manera más sencilla de radiografiar
una persona, repasar el listado de músicos favoritos? Porque este es,
precisamente, el motivo por el cual nuestro escritor los pone ahí. Tras la pátina
de misterio, Wagner, Debussy, Ravel y Béla
Bártok entre otros, develan un paisaje
cromático wagneriano de tono surrealista/impresionista, romántico innovador
y de cualquier manera melancólico -también con mayúscula-, todo flotando sobre
el mar de la armonía no funcional cual cometas en el cielo. Tomás destilado es
nostalgia de lo que fue y siempre será, pena de lo que aún idea, puede que jamás
sea.
El
autor me espabila con un Breve intervalo
de luz y de sombra donde -¡por fin!- reconoce -en la voz de Bécquer- que “poesía eres tú”, antes de dar paso a la
Obertura El hijo de la noche, donde confiesa
la aspiración divina admitiendo que eso
ya está aquí y ahora. Tomás acepta nuestra humanidad, la integra. Mencionar
¡Qué noche de amor y tango! nos
permite estar viendo a la orquesta, a Pugliese, entretanto brotan referencias
cargadas de dosporcuatro. Los
hermanos Expósito, cual Naranjo en flor,
nos regalan un pedazo de vida, Algo para
recordar, “con los ojos en los ojos”
-otra luz en nuestra luz- fulgurantes de la única verdad entre dos que en realidad se aman. “Terminó el tango, pero seguía la noche, y
el carnaval vivía su apogeo. Quedamos en volver a vernos. Y no pudimos –ni
quisimos- separarnos jamás”
Barna escapa
del dolor que lo amenaza en alud, cadenciando sobre otra ensoñación. Corre
hacia adelante -¿dónde sino?- Igual que un perro callejero, espejo de su
interior, contraste entre paz celestial
y una disonancia que hace brotar los -a veces- escabrosos manantiales del amor
carnal. Lealtad, fidelidad, quizá no sean otra cosa que él yéndose en el astral
de una historia que termina como todas, un
punto fundiéndose en la eternidad. Ahora, Perdido en el ocaso de los dioses, comprende que “más allá de lo real y de lo irreal, hay lo
profundo”, ahí dónde Rumi dice que nos encontraremos. Al caer el día, como ese niño que acaricia la sortija sin conseguir atraparla, roza el lila, acaricia
la esencia totalizadora dando sentido al caos, gritando no me olvides y, en medio de su extravío con un contingente de
turistas paseando por Alemania, confiesa el suyo.
Enumerar
los títulos de sus relatos es pintar la cabalgata wagneriana introspectiva
–aunque apenas lo reconozca- del personaje:
Encantamiento del Preludio del Primer Acto de Lohengrin –sueños dentro de
sueños-, La soledad nunca llega sola –¿le
importa a alguien la ausencia de un ser humano?-, Réquiem en Fa Mayor para hombre, perra y mar -hambre, sed y
confusión entre amor total, carnal y verdadero terminan por comernos,
destruyendo inocencia, misterio y el mismo amor- o Los pueblos guachos y Gardel
y el ejército de las sombras: la música como elemento redentor, salvándonos
en el límite dónde se abren las fauces de la muerte. La música; sin ella la
vida podría ser un error. La Mademoiselle
Yvonne que nunca fue Madame, sorprende –y no tanto- con la cita “el amor es la llama, sin el humo”.
Un maravilloso intercambio epistolar exhibe la crueldad de la ley de la
alternancia, y la nostalgia del amor fallido, a destiempo, posible e imposible
a la vez, nos deposita en manos de un rotundo silencio.
En La angustia de la espera brotan las
contradicciones del autor procurando ser resueltas; destaca el sugestivo nombre
de su amigo -Pedro-, y la elección a la que es expuesta su mujer, Celina. Otra
vez traición, amistad, fidelidad, arrebato, cantan la melodía, reafirmando la
impresión que tuviera en Igual que un
perro callejero. La muerte grotesca
de Rodolfo Duval –“que solo está uno”-, El perfil puro -“la pintura abstracta
es la más concreta de las artes”- y Una noche disarliana en Villa Allende susurran
más Barna hacia el final en allegro con
brío, un Verano Violento tomado de
la mano de Laura, en quién Tomás personifica la conclusión de lo que siente el propio
triunfo: reposo del guerrero, merecido al fin en brazos de alguna de Venus de
Milo, fuera del mundo.
¿Escuchan? Si hacen un pequeño esfuerzo podrán advertir que el tiempo se
ha ido. A lo lejos suena “acércate a mí y
oirás mi corazón contento, latir como un Brujo reloj”. “Esta noche de Luna” roba
cual Prometeo el final de una obra sensual y espiritual al unísono, vociferando
antes de dejarnos solos, que “otra vez
(es) carnaval”.
……….
“En cada
instante que vivimos, y en cada objeto, late el corazón de la eternidad”.
La
mirada de Thamar interpela, custodia el silencio desde la portada, núcleo “de ese misterio” estacionario palpitante,
agitándose luego de dar lectura a las narraciones de Amor y tango en púrpura y azul. ¿Cómo serán pasión y música tras el secreto? ¿´Arterovenosas´, violáceo ´yendoviniendo´;
llevando pasión, trayendo sutil melancolía de la cadencia final? ¿Alimentación,
dato, mera información, pura vida?
Tal vez existan pocas imágenes más ´orgánicoespirituales´;
Dios haciéndose presente hasta el último resquicio, entraña de la tierra hundiéndose en el barro, loto honrando el proceso. Barna siente, razona. ¿Podría (a)Ser otra
cosa?
Dicen que en los ojos brilla la luz de la
verdad. Dicen que siempre le
pertenecen a quien los hace brillar. Continúo absorto la contemplación y,
como todos, tiro el centro y lo voy a
cabecear. Me proyecto, me leo a mí mismo emprendiendo el propio recorrido introspectivo, honesto brutal
bramando por una respuesta. Pluma
entre los dientes. Y Amor, ese
que da todo sin esperar nada, de corazón en la mano, verdadero
regresando en forma de ondas a ofrecernos su vacío pleno de significado. Un
don. Un regalo. El perfume.
¿Dónde
ubicar una obra, cual de nuestro vasto anaquel de etiquetas literarias podría identificarnos? ¿Tiene, precisamente,
sentido? Algo se adivina entre los
vapores de la disonancia. Una respuesta. Son los versos de Bernárdez, ligero ma non troppo final de una
historia dónde….
…después de todo he comprendido
que lo que el árbol tiene de florido
vive de lo que tiene sepultado.
¡Amor,
tango, poesía, viscerales buscando el
espíritu, entre púrpura y azul!
………..
(*) Tomás Barna –Budapest, Hungría, 1927- es un periodista, escritor de narrativa, poeta, ensayista,
crítico de arte, dramaturgo, guionista de cine y autor/realizador de programas
de radio que emigró primero a la Argentina, y en el año 1963 a París, bajo el
auspicio de la Dirección de Cultura de Córdoba,
desarrollando su carrera entre ambos países. Algunas de sus obras son Fascinación del misterio; Un albatros en el
abismo; ¡Sentir, arder, vibrar!; Amor y plenitud en el absurdo viaje hacia la
muerte; Ciclos de soles, de noches y de pájaros; Con alma y vida; Amor y tango
en púrpura y azul; Sueños, imágenes y sortilegios y Cita en París, entre
otras.
(*) Mi nombre es Alejandro Nicolás García y fui músico,
compositor, arreglador, actualmente escritor y profesor adjunto en la Cátedra de la Diplomatura en Literatura
Infantil y Juvenil dictada por la Sociedad
Argentina de Escritores, con el aval de la Universidad Nacional de Villa María, Córdoba. Llevo editados dos
libros con cuentos breves y novelas inconclusas: El último tren y El
fabricante de espejos, además de formar parte de la Antología De metonimias, anáforas y otras yerbas.
Para descargar el ensayo click aquí
Habrá que leerlo!
ResponderBorrar👏👏👏👏👏 muyyyyy bueno
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